La crisis se está alargando tanto que corremos el riesgo de olvidar que empezó como una estafa. Sus perpetradores cuentan con que, pasado el shock inicial, repetidas con suficiente asiduidad y consistencia las tropelías, todo nos termina pareciendo de lo más normal. Es uno de los méritos de la casta política: haber hecho bueno el verso de Riechmann que Antonio Lucas rescataba el otro día: “Ya casi no podemos distinguir entre lo que nos acaricia y lo que nos aplasta”.

Normal parece, porque sucede a diario, que gente de nuestro entorno emigre en busca de oportunidades, que directivos que hunden sus empresas sigan calentando su sillón mientras echan a trabajadores a la calle o que políticos pidan sacrificios que ellos no están dispuestos a asumir. Y, ¿qué puede haber de extraño en destinar el dinero de la educación o la sanidad en salvar bancos? Todo se explica adornado de informes de supuestos expertos, se nos recuerda que en otros países se hace lo mismo y se presenta rodeado del aura de inevitabilidad de los desastres naturales. Normal pues que los mismos que provocaron la crisis vayan camino de ser los que más partido sacan de ella.

La indignación no es inmune a la fatiga, pero habría que buscar la manera de rebelarse ante la normalidad que nos van imponiendo y hacer un esfuerzo por recordar los tiempos no tan lejanos en que los políticos al menos disimulaban cuando mentían, robaban o manipulaban. Estos días se les ve tan conscientes de que no esperamos nada de ellos, tan asumida parecen tener su capacidad para defraudarnos, que ya solo aspiran a que terminemos por considerarles, también a ellos, normales. Que olvidemos que han demostrado ser todo lo contrario.  @DavidJimenezTW