De niño le di bastantes vueltas a la religión. Como entonces ser católico era un imperativo social, me costó aceptar que no creía en Dios. Más adelante, en el instituto, me encontré un ambiente que esperaba que me definiera, en este caso sobre si era de derechas o de izquierdas. Como la neutralidad tampoco estaba entre las opciones, también me llevó mi tiempo concluir que no tenía ideología, o al menos no una que se pudiera encasillar. Me quedaba la certeza de la patria, pero decidí abandonarla para conocer otras. Y con cada viaje sentí mi nacionalismo empequeñecer, no tanto como para rechazar mis orígenes, pero lo suficiente como para terminar por no darles importancia.

Cuento todo esto porque el otro día un lector me comunicó que dejaba de seguirme, justificando su abandono en que no leía a anarquistas. Vaya, pensé: quizá ahí está mi problema. Pero enseguida deseché su diagnóstico.  Siento gran admiración por las democracias del norte de Europa, donde las sociedades se rigen por normas y sus ciudadanos muestran empeño en cumplirlas, al contrario del anarquismo poco cívico que a menudo muestran mis paisanos. Mi lector despechado, sin embargo, tenía su parte de razón.

Después de haber huido de las nítidas elecciones a las que le enfrentan a uno desde la niñez, de haber buscado deliberadamente la orfandad de militancia, atendiendo cualquier argumento que alimentara mi escepticismo sobre casi todo, es posible que haya terminado atrapado en mi propio dogma. A veces me sorprendo defendiéndolo con el mismo absolutismo con el que trataron de imponerme otros a lo largo de la vida. Por eso viene bien que un lector venga de vez en cuando a rebatir tus argumentos y reprocharte las certezas, aunque la amenaza del abandono parezca excesiva. Uno siempre guarda la esperanza de que vuelva, cuando se le pase el enfado y comprenda que lo nuestro puede continuar a pesar de todo. Que si hace falta, estoy dispuesto a dormir esta noche en el sofá.

@DavidJimenezTW