Mi traductora japonesa estaba detallando los gastos del viaje que íbamos a emprender a Fukushima. No me había recuperado del susto cuando añadió: “Ah, y por supuesto habrá que comprar el traje”. ¿De la Hormiga Atómica? Unos días después me encontraba en la zona de exclusión nuclear decretada alrededor de la planta enfundándome un uniforme parecido al que visten los agentes que se llevan a E.T. Le siguieron los guantes, el gorro, la mascarilla y el medidor de radiactividad. Eché un vistazo en el retrovisor del coche que nos iba a llevar hasta la central y efectivamente me pareció ver al forzudo insecto de los dibujos animados de mi infancia. Algo más grande, igualmente ridículo.  

No me había disfrazado para hacer mi trabajo desde que siendo un becario conseguí entrevistar a los heridos de un atentado de ETA colándome en un hospital vestido de médico. Con los años he terminado detestado la parafernalia de los periodistas, sobre todo los que deben salir en la televisión. Te los encuentras disfrazados de Indiana Jones en la jungla, con chaqueta de cuero en los conciertos y en chándal en los partidos de fútbol. En vísperas de la guerra de Afganistán, en 2001, muchos salían en directo en el telediario vistiendo chalecos antibalas. La seguridad, lo primero. Pero aún estábamos en Pakistán y la acción no iba a empezar hasta un mes después, a cientos de kilómetros de allí.

Todo es parte del nuevo periodismo. No el de Tom Wolfe, sino éste que ha popularizado la idea de que el periodista debe hacer lo posible por eclipsar la noticia que ha ido a cubrir. El resultado es el reporterismo de superhéroe, donde se va a informar de un terremoto y se terminan revelando las penurias propias. La carretera es ardua, la comida escasa y encima la calefacción del hotel no funciona. Más que buscar la historia de las víctimas, esas que lo han perdido todo, se compite por su atención. Algo se cuenta de ellas, si queda sitio.

El ingeniero de Tepco que me introdujo en la la zona prohibida posa en la desierta ciudad de Okuma.

Las crónicas que uno lee son cada vez más diarios de fatigas personales que reportajes sobre la situación. Se lleva pedir al enviado especial que escriba en primera persona, para mayor lucimiento. Lo he hecho tres o cuatro veces, en lugares como Corea del Norte donde no era posible recoger testimonios independientes y el relato personal aportaba buena información. Incluso en esas ocasiones, con cada “yo” sentía que estaba robando un espacio que no me pertenecía.

En Japón también me dije que mi disfraz atómico era algo excepcional. Después de todo pasé varias horas en la zona de exclusión nuclear de Fukushima y viajé hasta las puertas de la central, donde el medidor registró una radiactividad cientos de veces superior a la aconsejable. Para entonces, sin darme cuenta, ya me había quitado los guantes, que me impedían accionar el botón de la cámara. La mascarilla colgaba de una de mis orejas. Más tarde, subiéndome a un alto para fotografiar la central desde la distancia, mi estupendo uniforme de superhéroe se rajó a la altura de mi trasero. Poco a poco mi disfraz, pensado para un japonés de menor tamaño, me estaba abandonando. Y aunque me preocupaba el riesgo que esto suponía para mi salud, no podía dejar de sentir cierta satisfacción con lo que iba revelándose. Cada vez se parecía más a un periodista y menos a la Hormiga Atómica.