El director de mi banco me aprecia tanto, mi bienestar es tan importante para él, que me envía un regalo. Es una tarjeta de crédito. Yo se lo agradezco mucho, pero después de pensarlo me digo que no merezco semejante atención, ni una tarjeta que no he pedido, mucho menos las comisiones que la acompañan. Voy a mi sucursal y digo que quiero devolver la tarjeta con la que dicen puedo cumplir todos mis sueños. Desgraciadamente, entre éstos no está pasar las tardes en el centro comercial.

-Es que no es fácil –dice el empleado.

-¿El qué?

-Cancelar la tarjeta. Puede usted llamar a este número.

Pienso que si a mi banco le ha sido fácil emitir y enviarme la tarjeta, no le costará mucho aceptarla de vuelta. Además, he venido en persona a traérsela. Más aún: mi banco tiene el nombre de la ciudad donde nació mi madre, que es de Santander, y no me pidan más pistas porque tampoco es cuestión de dar nombres.  Marco el número: 

-¿Cuál es el motivo de que no deseé la tarjeta?

-Que no la he pedido.

-¿Algún motivo más?

-Que no la necesito.

-Sabe usted que con esa tarjeta puede usted…

-No la quiero.

-Y que solo tiene una comisión de…

-Señorita, si es tan amable, me cancela la tarjeta.

-Si me permite, le voy a contar las ventajas de su tarjeta.

-Es que tengo prisa.

-Las compras que realice tendrán un descuento…

-No.

-…un descuento del 3%. ¿Me puede decir por qué no quiere la tarjeta?

-Si es que ya se lo he dicho.

-Pero si la tarjeta la aceptan en…

-¿Marte? No quiero la tarjeta. ¿Lo entiende? Quiero cancelar la jodida tarjeta. CAN-CE-LAR.

-Sí, pero con esta tarjeta puede…

Noto que llegados a este punto los empleados de la sucursal están buscando el bolígrafo debajo del escritorio, ordenando papeles ya perfectamente alineados y descolgando teléfonos que no han sonado. Ni los insultos ni las amenazas tienen efecto al otro lado de la línea, donde una robótica voz femenina insiste en que cancelar la tarjeta será el mayor error de mi vida, el comienzo del fin, un trauma con el que habré de vivir el resto de mis días.

Siento la tentación de admitir mi derrota, salir del banco enfundándomela -la tarjeta-, gastarme todo el dinero que no tengo en el centro comercial de la esquina y volver corriendo para pedir un crédito. Más, más, más. Gastaré más. No volveré a cuestionar el derecho del banco a ganar siempre. Aceptaré los tipos de interés que me imponga. Haré la ola ante sus embargos. Miraré a otro lado mientras sus jefes se reparten sueldos millonarios. Compraré uno de los pisos que sigue vendiendo al triple de su valor real. Apoyaré la farsa que cuadra sus cuentas. Exigiré que el Gobierno siga indultando a sus consejeros. Y negaré, ante las colas de parados del INEM si hace falta, que haya tenido responsabilidad alguna en la crisis. “Su tarjeta ha sido cancelada», escucho al otro lado de la línea. «¿Hay algo más que podamos hacer por usted?”.